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miércoles, 28 de enero de 2009

Gazpacho con uvas


Aún no es el tiempo, lo sé, pero está haciendo un invierno tan duro, por húmedo y frío, que no se me ocurre otra forma mejor de aliviarlo que hacerle un huequito a las mieles (nunca en este caso mejor dicho, ya verán por qué, o el porqué) del buen tiempo y el verano. Y el gazpacho con uvas negras, moradas, mejor sortilegio imposible.
Cierto es que ahora mismo podemos encontrar tomates, pimientos y pepinos en nuestros mercados, y hasta uvas, normalmente chilenas, pero no merece la pena hacerlo, pues las hortalizas no están en sazón (las uvas, sí, cosa de la inclinación del eje de nuestro planeta que nos permite contemplar las estaciones  más allá del tiempo y hasta del lugar de los diferentes hemisferios). Todo tiene su tiempo y lugar y por mucho que hayamos avanzado en el cultivo de especies propias de otras estaciones sustituyendo las frías temperaturas por agradables climas de invernadero, las plantas no son tontas, ellas menos que nadie, pues aunque se esfuercen y se adapten al microambiente que le creamos alrededor, éste no es el natural, que es el que verdaderamente les hace destilar todos sus esplendores esenciales. Demasiado hacen las pobrecillas con adornar nuestros mercados con sus colores y formas en tiempos en que sólo sería factible encontrar los verdes de las acelgas y las alburas de los nabos, por citar sólo alguna verdura propia del invierno.
Les dejo esa fotografía que resume visualmente la receta que hoy les voy a dejar. Desearía que con   sólo verla se hicieran una idea del exquisito sabor del gazpacho de los veranos, y particularmente de éste del que vamos a hablar, por la especial guarnición con la que lo consumiremos.
Todo el mundo sabe preprarar un gazpacho (hasta en la película del año de maricastaña, o sea, de mis años, "tiburón", lo nombran) y son múltiples y muy variadas los acompañamientos con el que se ha sabido enriquecerlo, pero sinceramente creo que a veces nos encontramos sopas frías casi insípidas, por no decir también incoloras, así que creo no está de más dedicarle una entrada a este logro culinario de primer orden, que no por sencillo en su elaboración deja de necesitar la sabiduría que sólo aporta el conocimiento de lo que nos traemos entre manos y pretendemos hacer, es decir, y a saber, una preparación que nos aporta grandes cantidades de vitaminas y sales minerales fácilmente digerible por nuestros estómagos cuando las temperaturas son tan distintas a estos meses de invierno. Una comida ligera, por mucho que parezca que pese en nuestras barrigas por la presencia del pan, pero, teniendo en cuenta que no la acompaña más que la grasa del aceite de oliva y ninguna sustancia proteínica, la digestión, aunque al principio parezca un sueño, por imposible, se hará rápida y fácilmente. Claro, que lo que resulta un contrasentido es acompañarla de un segundo plato de alguna preparación más o menos contundente. Entonces esa digestión sí se hará más pesada de lo necesario, pero no será nunca por culpa del gazpacho. Con un buen plato sopero del mismo con uvas estaremos alimentados por unas pocas de horas, y, también, saciados.

Vayamos a sus ingredientes.

- un kilo y medio como mínimo de buenos tomates bien colorados (soy partidaria de como mínimo dos kilos)
- un pimiento verde
- un pepino no muy grande
- un bollo de pan, miga blanca a ser posible (los beneficios del salvado de trigo que acompañan a los panes integrales actuales, es decir la presencia de fibra, ya van incluidos en todos los ingredientes hortelanos que usamos)
- Aceite de oliva virgen extra, sal gorda y vinagre, del tipo que deseemos este último, ahora que existe tanta variedad, pero yo me inclino por el de manzana, pues resulta menos astringente para el paladar que el de vino, y así logramos saborear con mayor deleite los gustosos tomates.
Hoy en día basta pasar todos estos productos por la batidora, pero yo siempre recuerdo cómo mi marido, Carlos, preparaba el gazpacho como antiguamente se hacía, a base de maja y dornillo (sí, dornillo, no lebrillo, un lebrillo es el antiguo cuenco grande de barro que se usaba a modo de actual fregadero) cuando nos íbamos a pasar las vacaciones de verano a una playa de la costa de Huelva, que por aquel entonces, y casi aún  actualmente, era playa virgen, es decir, la corriente eléctrica no llegaba, así que no había más remedio que hacer los gazpachos sin aparatos que necesitasen de ella. La playa del Pico del loro, entre La higuerita (vulgo Matalascañas) y Mazagón estaba situada, y lo está, y además puedo nombrarla porque de alguna forma está inteligentemente protegida contra la avalancha que los humanos solemos desplegar cuando avistamos cualquier zona no explotada por nuestras acechanzas, pues, habiendo situado un camping en su parte más alta, camping favorecido por la Junta de Andalucía, para poder acceder a la playa tienes que abonar la estancia en el mismo, con lo cual, generosos que somos, se restringe el acceso, sin prohibirlo, claro está, de tal forma que aunque la playa se pueble, no ha habido forma que las garras de las máquinas que forman los ejércitos de los señores del "lado oscuro" arrasen (con nuestro beneplácito porque todos queremos casitas en primera línea de playa) tan bellísimo paraje.
Cuando nosotros comenzamos a ir (no había carreteras, los automóviles andaban por los caminos de arena del Coto de Doñana) sólo existían dos chiringuitos de playa propiedad de dos familias de pescadores que vivían allí, y arriba, en los llamados cabezos, un cuartel de la guardia civil. Abajo, casi diez kilómetros de playa de arenas blanquísimas para exactamente en un principio, dos tiendas de campaña, la nuestra y la de la familia de mi cuñado Salvador. Posteriormente cinco o seis más, y pasados tres o cuatro años, sucesión de ellas casi hasta el infinito. Fue cuando, creo, de alguna forma se construyó el camping arriba. Después llegó la Junta y de alguna forma también, no sé bien cómo, logro atajar la previsible y futura debacle del lugar. Hoy ya no puedes pasar veladas a la luz de los carburos con el único sonido de las olas como arrullo de los sueños, ni despertar con la sirena de algún barquito de pescadores que saliera a faenar desde el cercano puerto de Mazagón, ni siquiera comer pescado recién extraído con las barcas de las familias que vivían allí, pero al menos, todos tenemos acceso a contemplar y disfrutar de una orilla, una blanca orilla, no ennegrecida por los humos de los diésel de las caterpillars ni el asfalto de la "urbanización" de la que tan amantes somos contradictoriamente siendo.

Vayamos a elaborar nuestro gazpacho, que es tan natural como aquella playa, y como el progreso, todo progreso bien llevado tiene sus ventajas, usaremos la batidora eléctrica, que para eso dios nos puso inteligencia bajo nuestros cabellos, o calvas, lo mismo da, no para destruir aquello que nos reporta placer y beneficio.
No pelaremos los tomates, sería una acción contraproducente, pues en la piel de esta hortaliza se encuentran gran parte de los nutrientes beneficiosos que nos puede aportar. Como después colaremos el preparado, los restos que puedan molestarnos en el paladar, no estarán presentes.
Primero pondremos en remojo el bollo de pan en un cuenco con agua fría. Mientras iremos partiendo los tomates en trozos accesibles a la batidora, a continuación haremos lo mismo con el pimiento, apartando las pepitas o semillas y el pepino, que antes pelaremos. Posteriormente añadiremos parte del pan en remojo, no es necesario echarlo en su totalidad, la elección de la cantidad de pan va en la inteligencia desarrollada por nuestras manos al cogerlo. Aquí no podemos dar medidas exactas, en la comida, como en cualquier actividad que desarrollemos con amor, es IMPOSIBLE usar varas de medir. Existe un instinto, una intuición, una inteligencia no consciente si queremos llamarla así, que,  si nos dejamos guiar por ella, conseguirá utilizar la exacta cantidad de pan que la justa cantidad de líquidos que destilen las hortalizas necesita. Pareciera que me quiero apartar de ofrecer cantidades determinadas, pero no es así, les aseguro, es que resulta literalmente imposible, porque si no, y la experiencia conforma grado, la preparación resultante no satisfaría, no nos deletaría como ésta realmente puede hacerlo.
Con la cantidad de aceite, vinagre y sal sucede exactamente igual. Según gustos e instinto interior, no hay más misterios... sólo mirar un poco dentro de nosotros mismos (seguro que así, lograremos llegar a ver a los miridiclorianos, o como "galácticamente" llamen ahora a eso que habita dentro de nosotros mismos, la fuerza interior, ;)).
Una vez todos los ingredientes dentro del recipiente donde vayamos a batirlos (podemos hacerlo por tandas si no nos cabe todo) pasaremos la batidora y a continuación iremos volcando sobre un colador de agujeritos previamente dispuesto sobre un gran cuenco. Para lograr que se cuele toda la preparación nos ayudaremos de una cuchara de madera con la que iremos facilitando el paso de las sustancias más ligeras, de tal forma que en el colador quedarán aquellos restos ya "imbatibles" por nuestro electrodoméstico de mano (piel, pepitas, etc) pero nuestro gazpacho llevará todos los nutrientes que de ellos se pueden extraer.
A continuación reservaremos en el frigorífico hasta la hora de servir, procurando que este momento no llegue pasadas más de dos horas, pues todos sabemos que, por ejemplo, la vitamina C desaparece pasado ese intervalo, y el tomate es el fruto portador de la vitamina C para la estaciones cálidas.
Cuando lo apartemos en cada plato, desgranaremos a la vez un buen racimo de uvas negras en los mismos, y así nos lo comeremos. No imaginan la exquisitez que resulta de la mezcla ácida y sabrosa del propio gazpacho con el dulzor que destila la uva al morderla en el interior de nuestra boca. Pruébenlo, se lo aconsejo de todo corazón. Resulta un bocado de dioses, tanto que me extraña que aún los cocineros afamados no lo hayan incluido en sus cartas profesionales. Creo, sinceramente, que por no estar elaborado con ingredientes sólo accesibles para sus privilegiadas economías, no ya por caros, sino porque haya que viajar a la conchinchina, por ejemplo, para conseguirlos, o en su caso, montar una abacería con expendeduría de billetes de avión incluída, porque como pueden comprobar, no existen ingredientes más cercanos a todos... a todos.

Una sugerencia, cómanlo también migado con pan. Se volverán locos, es decir, cuerdos, del gusto.
Otra: si son de por aquí, de Sevilla, pidan, pídanlas, uva negra del pueblo sevillano de los Palacios. Ya es casi imposible de encontrar en los mercados "legales", pero no porque no se cultive, sino porque como es tan fina, de piel, es decir, tan exquisita, que no conviene a los que las comercian, pues sufren mucho en el transporte, pero pienso yo que si nos dedicamos a pedirla a lo mejor se animan a traerla de nuevo, y lo mismo que consiguen que los caquis se conserven sin romper, algo inventarán para que la uva de Los Palacios llegue entera, y rentablemente para ellos, a nuestros mercados. No existe uva igual, se lo garantizo.

Y que el calorcito y el sol, vuelvan pronto. Les digo siempre a mis hijos que para obtener nuestros sueños, no hay más que desearlos y pensarlos, es decir, trabajar por ellos. Claro, que antes hay que saber qué es lo que realmente deseamos...
Que ustedes lo sepan, y les sepa, bien.

(Vaya, amigos, veo que las visitas de este blog acaban de llegar justo ahora al número 600, muy oportunamente, pues en un automóvil de esos íbamos a la tal maravillosa playa cargados de bártulos para un par de meses, bombona de gas incluída. No sé cómo cabíamos, esa es la verdad, pero él sí que cabía en los hoyos que la arena de los caminos formaba, y para sacarlo cuando se enterraba, teníamos que tirar de él con el coche de mi cuñado, un opel de los de entonces, de hierro y casi cinco metros de largo, y calculo que 10 o 12 toneladas de peso, por lo menos... aventuras que ustedes me hacen felizmente rememorar, lo que les agradezco con el corazón).

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